Los nativos de Bangladesh conocen perfectamente la geografía de su país y lo ponen de manifiesto a diario. Hace algunos años, cuando mencionaba Hatiya, mucha gente la asociaba con Sandwip; sin tener en cuenta la diferencia entre ambas islas y la distancia que las separa; sin
olvidar también que a muchos Hatiyas les viene su ascendencia de Sandwip. Por
aquellos días, mis planes en Dhaka eran trepidantes, la gente de las islas soportaban
constantes ciclones, demostrando gran valor y fuerza, al enfrentarlos solos a
tanta distancia.
En el caso específico de Hatiya, cabría mejor el adjetivo “corajudo”
para describir a su gente, incluso no es del todo incorrecto describirlos como
valientes. Pensemos por un instante que somos pescadores en la isla.
Imaginémonoslos sobre una canoa fabricada de troncos locales;
alrededor de diez días en alta mar, rezando para que la madera resista el
embate de las olas cuando se pica el mar y que el combustible y los alimentos
alcancen para regresar. Deseando además que la escasa recompensa que obtendrían
por la pesca –como mucho- alcance para las necesidades básicas de la familia
dejada en casa. Habría que verlos luchando entre gigantescas olas –como
montañas- con profundos valles entre ellas, cuando al decir de los propios
pescadores, se ven como un gran muro de agua en frente. No, no siempre la bahía
de Bengala es quieta y mansa.
Es una agradable experiencia, sentarse en las cafeterías a lo largo
de la costa Hatiyana y disfrutar del Té, escuchando el oleaje que llena de vida
el lugar. Hay un Hemingway, en cada uno de estos pescadores –la verdad sea
dicha- cuando cumplen sus tareas diarias.
En una de esas cafeterías, debatía con el mesero sobre el tamaño de
sus tazas. Él usaba unas pequeñas de porcelana, cuando se sabe que el Té se
sirve en vasos de cristal altos, para poderlos manejar con facilidad. Por si
esto fuera poco, el hombre contaba solo con cinco de ellas, por lo cual los
múltiples clientes teníamos que tomar la infusión por turnos, aunque ya eso es
otra historia.
Le decía que por el hecho de ser un cliente fijo, debería servirme
en un recipiente bien grande, como esos de allí- le dije señalándole uno de
esos bidones plásticos de varios litros de agua. Todos los presentes rieron -incluso
el mesero- pensando que tendría que hacer el Té en un gran caldero para poder
llenar mi taza gigantesca.
Había allí uno de esos pescadores entre nosotros, su nombre es Siddique.
Vestía como cualquier otro aldeano, sin nada en su apariencia que lo
identificara. Lo que estaba lejos de ser ordinaria –al menos fuera de las
comunidades pesqueras de la costa de la isla- era la historia que tenía para
contar.
Siddique navegaba en mar abierto cuando –cosa también común en las
aguas de la bahía- su barco fue atacado por piratas. El problema no fue que le
robaran su carga, sino el barco mismo también. Así de pronto, toda la
tripulación se vio arrojada al mar, aunque a pesar de todo tuvieron buena
suerte. Mientras algunos se ahogaron, Siddique y dos de sus amigos pudieron aferrarse
a un bambú que los piratas dejaron caer desde la barcaza. Y ceñidos al madero
como si fuera una boya, se fueron alejando cada vez más de la orilla.
El día se convirtió en noche, mientras ellos seguían colgados del
palo, boca abajo y a la deriva ante el golpeo de las olas. La noche dio paso el
día y de nuevo la noche… y así sucesivamente por seis días, flotaron sin saber
si alguien pudiera venir a rescatarlos. Durante esos seis largos días solo
tuvieron de sustento su confianza en Allah, solo teniéndose a ellos mismos para
darse ánimo unos a otros. Fue entonces cuando –por casualidad- un bote pesquero
al verlos los recogió. Así fueron transportados a salvo hasta el puerto de
Chittagong.
En la cultura occidental, generalmente se tiene el falso concepto de
que los pobres acaparan cada penique que tienen a su alcance; esta creencia
viene de su intento por imaginar cómo sería, sin haber experimentado jamás esa
gran necesidad. En Bangladesh se demuestra a diario que es todo lo contrario,
los más necesitados, son los de mayor generosidad hacia sus congéneres. La
tripulación de la pequeña chalupa -con sus escasos recursos- alimentaron a
Siddique y sus amigos; donando luego su salario para comprar los pasajes de
regreso a Hatiya. Esa noble acción les permitió reencontrarse con sus familias.
Siddique fue afortunado, al menos esa vez pudo regresar. Y ahora, al
transcurrir los días, anda en busca de una nueva canoa para regresar a pescar
-a verse de nuevo frente al muro de olas y los valles entre ellas- su
extenuante labor y hasta incluso, otro posible ataque de los piratas. En
Australia, una persona que haya sobrevivido a una experiencia tal, sería
considerado un campeón en los periódicos. En Bangladesh, los periódicos se
llenarían a diario con historias similares, contadas por los pescadores de
Hatiya. Pero además están los demás, los Bholans, Sandwipians y Monpurans, en
fin, de todos los distritos pesqueros alrededor del país. En Australia esas
personas serían nombrados héroes por sobrevivir a cosas así; en Hatiya, es la
valentía de la necesidad lo que mantiene vivos a los nativos.
Entonces caigo en cuenta –tomando mi Té- de las tantas preguntas
tontas que pudieran hacer aquellos que no han vivido la experiencia ¿Tuvieron
miedo? Pregunté- pero la respuesta es obvia. ¿Hubo tiburones? ¿Cómo hicieron
para beber? Pensando en el detalle de que, beber agua salada, provoca
deshidratación inmediata y una muerte segura. Siddique no me supo responder,
estaban rodeados de agua y, por la expresión de su rostro, entendí que me había
perdido de algún punto durante el relato. Hasta ese momento, no supe que mi
pregunta era redundante.
Al siguiente día lo entendí mientras vagaba por los diques costeros,
en la zona que los Hatiyas llaman “el jardín”. Los extensos arrozales dominan
el paisaje, cuando súbitamente caí en cuenta de que, esos campos estaban
ubicados en una zona baja, increíblemente, esas plantas eran irrigadas por el
agua del mar.
Siguiendo la costa sur de la isla, de cara a la bahía de Bengala,
Hatiya está situada de frente a la desembocadura del gran río Meghna.
Increíblemente, el gran caudal de agua dulce que descarga este en la bahía
durante el monzón inunda las cercanías, disminuyendo el porciento de sal
disuelta en el mar, lo que permite crecer al arroz; claro que solo la variedad
rajashail y únicamente en este período. Así aprendí que para beber, Siddique
solo tenía que abrir su boca.
No obstante, lo verdaderamente impresionante de la historia de
Siddique, fue su manera de contarla. De la misma manera, había escuchado a otros
pescadores anécdotas similares y, aunque esta experiencia fue significativa
para él, estaba muy lejos de resultar extraordinaria. Así comentó como su
propia tripulación, había encontrado en otra ocasión a una mujer, que flotando
en el agua llevaba ya ocho días; por lo cual le parecía que los seis pasados
por ellos no lo eran tanto. Cosas peores hemos visto.
Imagínense a esa mujer ahora, probablemente ocupada en sus tareas
diarias, cocinando rotti, cortando los vegetales, alimentando el fuego del
horno con paja para cocer el arroz… actividades comunes en las mujeres Hatiyas.
Seguramente recordando los ocho días pasados en el mar, pero sin desatender sus
quehaceres domésticos, pensando la mayoría del tiempo en servir a otros.
A los pocos días regresé a la cafetería, bromeando con mis amigos y
-como siempre- pedimos un Té, el mesero les sirvió primero a ellos en las tazas
habituales; entonces vino con la mía. Adivinen, me trajo el mayor recipiente
que pudo encontrar, la tapa de su propio termo, llena hasta los bordes de Té
humeante. Me tomó una media hora poder tomarlo todo, fue como un gran plato
sopero, complicado de terminar. Todos los clientes rieron al ver mi deseo
cumplido.
Nota importante: Siddique el pescador, sobrevivió aferrado al trozo
de bambú que se le presentó como salvavidas, de la misma manera que a muchos se
nos han presentado otras oportunidades en la vida. Segunda nota importante: en
Hatiya, es mejor tomar el Té en las tazas en que lo sirven.
Traducción por Alin Hidalgo Fonseca.
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